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Donde la muerte está más viva

Night of the Living Death Fest III

Alguna fila habrá de hacerse el día en que todo se acabe. Cuando en el mundo no haya vestigio de esperanza y la gente tenga que despedirse de sus seres amados y abandonar el planeta. Como ocurre en el video de Forward Momentum. Sería una fila como esta, sin duda, en la que estamos formados muchos, apenas, para comprar boletos. Eso pienso ahora, cuando ya se está formando otra fila, paralela, para ingresar al recinto. Son pasadas las 7.30 pm. La noche ya se ha colado entre la negrura de las nubes que hace un rato dejaron encharcadas las calles, y por primera vez en mucho tiempo espero que un show se retrase, por favor, no sé, unos quince minutos. (Luego sabré que todo inició puntual, y eso terminó alegrándome, pero en este momento en que avanzamos lentamente, como los muertos vivientes a los que se celebra este día de agosto -no sé por qué-, pienso que no estaría mal un breve retraso.)

Bebo el café que compré hace casi una hora a las afueras de la Cineteca Nacional, donde vi una película espléndida de la RDA llamada Camino de piedras. Bueno, decir que la vi es mucho decir. No sé por qué me dormí brutalmente por lapsos (venía acalorado tras una larga caminata, y la película también es larga y es lenta) pero los pedazos en los que pude concentrarme me parecieron muy buenos. Es un filme en blanco y negro que, como dice la sinopsis, mezcla géneros y fue prohibida en su tiempo. Con lo poco que vi me quedé con la idea de que era un western socialista, un western de la construcción. Y al salir me compré el café para despertar completamente. Ya no había sol, el cielo amenazaba con la tormenta que finalmente fue. Y pensé: Veamos quién llega primero, si la lluvia a la ciudad o yo al Circo Volador.

Pero la lluvia siempre gana. Salí de la estación bebiendo del vaso de unicel (un vaso grande, ¿de medio litro?) con la esperanza de acercarme a la taquilla, comprar mi boleto y entrar al show con toda calma, y así fue, pero no al ritmo que creí sino en uno mucho más lento porque muchos otros habían pensado igual que yo: Llego casi a la hora del show y así no me topo con la horda infernal que es capaz de formarse por brazaletes desde antes del mediodía.

—¿Esta es la taquilla? —le pregunto al hombre de la que parece ser la taquilla, una mesa dispuesta tras una reja.

—Sí —me dice quien me resulta familiar (ah, claro, pienso segundos después: este broder vende discos en el Chopo)—. Pero hay que formarse —dice, y señala la enorme fila.

—Gracias —le digo, y camino con la cabeza gacha, bebiendo el café, para no encontrarme a alguien que pueda hablarme y decirme:

—Métete aquí.

Odio meterme en las filas. Algo habrán sufrido los que ya están ahí como para que yo llegue así nomás y tenga el privilegio de entrar antes. Pero no soy tan popular y nadie me habla. Observo a mi alrededor. Lindas chicas con sus playeras de Dark Tranquillity, con sus novios metaleros con playeras de Deicide o Entombed, latas de cerveza en el piso, el cielo que no se oscurece del todo.

Conforme me acerco, otra vez, al hombre de los boletos, se escucha al fondo el rumor de una banda que ya toca. Quien está detrás de mí, un metalero que metió segundos antes a la fila a su amigo no metalero y muy mamón, lo confirma: Entombed A.D. ya ha empezado. Lo peor no es eso, sino que aún debo comprar el boleto y formarme en la otra fila para entrar. Por suerte ya han pasado casi todos los de aquella otra hilera, quienes avanzaban lentamente, como zombis, hacia el concierto que ilustraron con la imagen de un no vivo ensangrentado del rostro, hambriento. Alguna fila habrá de hacerse el día en que todo se acabe, pienso. Así fue desde el primer concierto al que fui hace quince años, tuve que formarme un rato antes de entrar así que, bueno, me alegra que si en este que bien podría ser el último también tenga que hacerlo.

Cuando ya estoy dentro del recinto -vaya, finalmente estoy hablando del concierto- recupero un poco la sonrisa que pensé perdida: Entombed A.D. (por siempre Entombed) en efecto ya están desmadrando el escenario. Ni más ni menos. Su potencia acecha a cada una de las cabezas que están ahí y las obliga a sacudirse. Aquellos que miran a la distancia con los brazos cruzados, atentos o indiferentes, no pueden evitar mover las rodillas ante el sabroso death and roll de los suecos. En ese momento mastico unas líneas repletas de adjetivos que se me ocurren pertinentes para describir lo que veo, para depositarlas luego en este texto, pero se me escapan, se me escapan ahora que más las necesito. Lo que sí recuerdo es que pensé que no hay mejor telonero que Entombed, o que quizá no es merecida su posición en el cartel y que el triunfo (o el fracaso) a veces es inmerecido. Su sonido (como si fuese el hardcore del infierno, pienso ahora) es en gran medida impecable, afilado y brutal, por la batería de Olle Dahlstedt, a quien observo desde el principio como observo después a los bateristas Steve Asheim (Deicide) y a Anders Jivarp (Dark Tranquillity). Con qué potencia y energía aporrea los tambores; es sencillo, es contundente. Es el equivalente a lo que L-G Petrov, el vocal y fundador de este grupo, hace en el escenario: ahí vemos a un amigo que luego de echarse unas rolas reposa su fornido cuerpo un momento, se echa un cigarro y brinda con la concurrencia. Es desmadre. Es simple y violento (I For an Eye, Left Hand Path, cuyo álbum homónimo tengo por ahí en caset pirata). Es un chingadazo duro y a la cabeza que no requiere de más reputación. Es metal verdadero.

ENTOMBED A.D. Foto: Carlos García (Guacamole Project)

Setlist de Entombed A.D. aquí

Entombed termina entre vitoreos más que merecidos y yo me muevo de lugar. Al centro, para escuchar mejor. Ahí me encuentro a unos amigos. Nos abrazamos y celebramos. El Circo Volador está repleto. Observo a la lejanía, hacia los asientos de la planta alta, y están casi llenos. El calor se apodera del espacio. Cómo no, si Entombed dejó las cosas ardiendo. Conforme el staff prepara la batería de Deicide pienso que quizá la cosa se enfríe un poco ahora que los de Tampa se trepen. Y no porque Deicide toquen relajados, no, sino porque están en otro tono. En otra frecuencia. Es otro tipo de death metal. Oídos menos avezados pensarán que es el mismo ruido, pero uno que ya está ruco sabe que no. Muchas veces me pregunto quiénes hacen estos carteles. A quién se le ocurre poner a una banda con la otra. Y muchas de esas veces pienso que no hacen bien su chamba y que ponen bandas incompatibles para un mismo show. ¿Glen Benton entre dos bastiones suecos? Sí, inverosímil, pero de repente ya está ahí gritando, sin presentación, sin saludo, sin manta de fondo, blasfemando contra Cristo, contra la religión, contra Dios. El hombre de la cruz invertida cicatrizada en la frente, de cabellera escasa y sobrepeso, semejante a Charles Manson, el padre del death metal americano, no se muestra complaciente o feliz (no podría, nunca) y eso siempre es de agradecer. Steve Asheim es un deleite, un maestro que domina las artes del blast beat. Es quizá el padre de esta técnica del tamboreo. Las dos guitarras se mantienen todo el toque en su actitud true, inmóvil y apática, pese a que toquen trallazos como Homage For Satan (del que, a mi parecer, es su mejor disco, una obra maestra llamada The Stench of Redemption), un tema que, bueno, quizá no deba dejarte quieto. Eso pienso ahí de pie mientras los observo, o cuando no puedo evitar matear con Once Upon The Cross, cuyo disco homónimo es de mis predilectos de este grupo. A mitad del espectáculo crudo, sin cortes o descansos, Benton alcanza a hablar con su voz de galán hollywoodense y a sonreir porque los fans de México, ya se sabe, son inigualables y son capaces de doblegar hasta al corazón más maligno. Sin embargo, debo decir, no hay slam alguno ni antes ni después de Benton. Es que recuerdo, ahí de pie, cerca de la consola, el día que los vi hace unos años en el que era el Hard Rock Café de Polanco y el miedo que daba meterse a los putazos entre puro gigante metalero satánico-pelón furioso hardcorero. Joder, además de viejo soy un cobarde nostálgico.

—Ya llégale, pinche Brozo —grita alguien, quizá en mi imaginación, mientras Benton y Asheim (sabrá el Dios al que blasfeman quiénes eran los otros dos) se despiden contentos de su público.

DEICIDE. Foto: Carlos García (Guacamole Project)

Pienso que es buen momento para orinar. Pero alguna fila habrá de hacerse el día en que todo se acabe, y la del baño parece inacabable, propia del Armagedón. Me resigno entonces y mejor echo un vistazo a las hermosas y carísimas playeras oficiales de las bandas, lamento mi miserabilidad y vuelvo a mi lugar junto a la consola. No estará mal si me orino de la emoción de ver a Dark Tranquillity, pienso, pues es una de mis bandas favoritas de todos los tiempos. Su último disco, Atoma, estuvo en mi top del 2016 (aunque odio los tops y fue de los pocos que oí el año pasado) y me parece que son unos verdaderos revolucionarios de su género. Es así que de pronto la sonrisa que pensaba perdida se pronuncia con fuerza en mi feo rostro y me alegro mucho de estar ahí para ver a esta inmensa banda, además de contar con la compañía de mis bróders del barrio.

El último en salir es el hermosísimo Mikael Stanne, vocal y líder de la banda sueca. Su belleza pelirroja es tal que irradia luz en la penumbra del Volador, mucho más que la que arroja la pantalla que hay detrás de la banda y que durante todo el espectáculo provocará que tomemos nuestros celulares y queramos captar un instante en video de aquel deleite visual. Inician con algo del nuevo disco, y de ahí se siguen de largo con material de los últimos diez años. Lo cual me alegra más pues es el material que más disfruto. A leguas se nota a quién ha ido a ver la gente: los brazos y los vitoreos son pronunciadísimos para Dark Tranquillity, el júbilo se antepone a las altas temperaturas que alcanza el lugar. Pero algo anda mal.

—Como que no suena chido —le digo a uno de mis bróders.

Y es que si no se ecualiza como se debe (¿y cómo es eso?) a DT se le parte la madre. Y así, quien no los haya escuchado nunca y sea su primera vez de verlos en vivo, como ocurrió con un par de jóvenes imberbes que tenía enfrente, puede que se lleven la impresión equivocada de las excelentes guitarras que compone el maestro Niklas Sundin. Y eso estaría muy mal. Más cuando el setlist contempla trallazos tan chingones como Through Smudged Lenses, o como el que da título a este texto nomás porque suena chingón, Where Death is Most Alive. Así no se puede. En fin, que no me queda más remedio que matear sin clemencia (sí, no aguanto el cuello ahora), de hacerle como que toco la lira y la bataca, de gritar con Stanne y gritarle papacito, de levantar las manos en forma de cuernos al cielo que afuera es menos oscuro, y de aplaudir, siempre, cada que acaban una canción (el sonido de pronto mejora y se nota en el ánimo de la gente que, aunque cansada, no ceja un momento). Mikael Stanne agradece a la gente que está rendida ante él y ante sus nuevos colegas, e insiste en que cada que vienen a México siempre se les recibe así. El agradecimiento lo subraya sacando una bandera mexicana al interpretar la delicada y clásica Therein.

—Voy a llorar —me digo a mí mismo.

Pero aguanto hasta el final. Luego del encore, luego de que se sobrepase la medianoche y el metro se convierta en una opción imposible de transporte. Por suerte mis cuates me llevarán a casa, respiro, no así a varios que se van antes de que cierre sus puertas, antes de que termine el concierto.

Insisto con que alguna fila habrá de hacerse el día en que todo se acabe: esta vez tengo que recoger mi mochila de la paquetería. Llenos de satisfacción, sudados en su mayoría, muertos vivientes de cansancio, muchos, como yo, comienzan a formarse.

DARK TRANQUILLITY. Foto: Carlos García (Guacamole Project)

Setlist de Dark Tranquillity aquí

Fotografías: Carlos García de Guacamole Project (para Eyescream Productions)